DE LAS VICTORIAS DE LA DEMOCRACIA COLOMBIANA Y EL PALACIO DE JUSTICIA HOY.

  • Publicado originalmente el 11 de junio de 2010 para el periodico elplaneta.co

* Por Manuel Raad Berrío

En las siguientes líneas me he propuesto interpretar simbólicamente la sentencia contra el Coronel Plazas Vega y la apertura de investigación contra el Presidente Betancur, a la luz de nuestra historia que nos muestra múltiples momentos y realidades que favorecen la reflexión. Así, consideramos que la historia de la Democracia colombiana ha tenido múltiples facetas, cuyo suceder pareciera indicarnos una serie de desenlaces lógicos donde los estadios posteriores tienden a parecernos mejores que los anteriores, en términos de la consolidación o maduración de nuestra Democracia, esto debemos interpretarlo como la narrativa de un camino y no para revivir conflictos viejos en «venganzas» nuevas… Veamos:

La cosa inicia con la misma gesta independentista que culmina con la Constitución de Cúcuta en 1821, y ojo que cierro con Cúcuta y no Cundinamarca en 1811 por aquello que se llamó la Patria boba. En esta constitución cucuteña la Gran Colombia escogió la Democracia como su forma de gobierno, y se da la primera gran victoria democrática del país: pasamos de la monarquía española a la Democracia gran colombiana. Sin embargo, la alegría no duró mucho, pues para 1830 la Gran Colombia dejó de ser grande, y Venezuela y Ecuador tomaron rumbo independiente. En ese momento Colombia, entonces conocida como la Nueva Granada, siguió su camino ratificándose como Democracia en la Constitución de 1832.

Luego, durante el siglo XIX las guerras independentistas y los conflictos entre centralistas y federalistas estuvieron a la orden del día, en 1848 somos centralistas y en 1853 saltamos a federalistas y expulsamos a los Jesuitas del país, clausurando la Universidad Javeriana. Por esta época aparecen los partidos políticos liberales y conservadores identificándose respectivamente con el federalismo anticlerical (liberales) y con el centralismo que respeta a la iglesia (conservadores).

El resto del siglo, comienzan a gestarse de manos de Andrés Bello en el Código Civil un proceso que hemos llamado la Colombianización, por el cual comenzaron a surgir los primeros símbolos de la colombianidad: Se hicieron los reconocimientos a los héroes de la patria estampando sus bustos y rostros a lo largo y ancho de la República; el código civil, aún vigente, construyó el icono del buen padre de familia, que tiene caballos, palomas y abejas, se va de casería y encuentra tesoros en sus predios; y finalmente, Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro con su lema “Regeneración o Catástrofe” dieron lugar a la Constitución de 1886 vigente con sus reformas hasta 1991, firmaron el Concordato con el Vaticano, consagrando el país al sagrado corazón de Jesús, entregando la educación a la Iglesia, se escribió el Himno Nacional que luego en 1920 fue proclamado himno oficial de la Republica, y con la Ley 127 de 1886 se creó la escuela militar, buscando la tecnificación y profesionalización de nuestro ejército.

Aparentemente, habíamos superado un periodo de guerras civiles, más de 50 en sólo 25 años contados desde la Constitución de Rio Negro en 1963, pero los intentos violentos continuaron hasta culminar con la guerra de los mil días y la independencia de Panamá. Nos salieron caras las rencillas políticas en esa época.

Durante la primera mitad del siglo XX, desaparecieron las disputas independentistas, y el federalismo pasó a ser más un discurso académico atractivo, y aparece un triunfo evidente: Nos reconocimos como colombianos y hoy hasta los más aguerridos enemigos del Estado se apellidan Colombia, así tenemos o tuvimos Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), e incluso el Ejercito de Liberación Nacional (ELN) circunscribe su nombre al territorio de Colombia. En suma, la Colombianización se demostró un éxito.

En 1936, la reforma constitucional promovida por la “Revolución en marcha” de Alfonso López Pumarejo elimina el voto censitario y da cabida en la Democracia a los analfabetas y a los no propietarios, antes excluidos, dando un paso gigante hacia la universalización del voto, que se consolidó en 1957 con el derecho al voto para las mujeres, reconociéndonos todos como ciudadanos. Pero la alegría democrática no era total, la violencia partidista seguía siendo, aunque en menor medida, un medio legítimo y común de hacer política. Me contó mi abuelo, quien para los 60´s era Senador por Bolívar, que “…cuando prohibieron el ingreso de armas al Congreso, se pusieron de moda unos lapiceros que disparaban una bala…” violencia a la cual el frente nacional parece haber puesto fin, y los partidos políticos tradicionales se reconocieron como adversarios y dejaron de ser enemigos.

Pero este reconocimiento, que consideramos una victoria de la Democracia, dio lugar a otro tipo de violencia política, la de los movimientos de izquierda excluidos por el monopólico bipartidismo, que dio lugar al Movimiento 19 de abril, en memoria de aquella simulación electoral en la que se le arrebató la Presidencia al General Rojas Pinilla, siendo quizá el movimiento guerrillero con mayor cantidad de adeptos en la historia republicana, especialista en golpes simbólicos como el robo de la espada de Bolívar y la toma del Palacio de Justicia para adelantar un juicio al presidente Betancur

Este último, ocurrido el 6 y 7 de noviembre de 1985, y que la rama judicial hoy nos recuerda con la sentencia en contra del Coronel Plazas, terminó, como todos sabemos, en un holocausto en el que se perdieron vidas de muchos grandes hombres y mujeres de la Patria. Sólo seis días más tarde erupciona el Nevado del Ruiz y las imágenes de Omaira Sánchez, muriendo ante las cámaras, simbolizan el luto de toda la nación. Noviembre lúgubre y triste para quienes aún podemos recordarlo.

Pero las cosas estarían por cambiar, y en el dolor de nuestros muertos, el país le apuesta a un proceso de paz con el M-19, retomando la amnistía que por la Ley 35 de 1982 se había otorgado a todos los delincuentes políticos del país, y culminando con la Séptima Papeleta promovida por los estudiantes y la constitución de 1991, que abrió la puerta al pluralismo político y deslegitimó toda forma de lucha armada para acceder al poder. Otro dolor histórico que se convierte en otra gran victoria para la Democracia colombiana.

Desde la Constitución de 1886 estuvimos aproximadamente 70 años en Estado de Sitio, lo cual es una declaración abierta del estado de guerra, y en la guerra las competencias se transforman y los civiles y las leyes tienden a refugiarse en la autoridad de los fusiles de la República  y  «… En los casos de guerra exterior, o de conmoción interior, podrá el Presidente, previa audiencia del Consejo de Estado y con la firma de todos los Ministros, declarar turbado el orden público y en estado de sitio toda la República o parte de ella. Mediante tal declaración quedará el Presidente investido de las facultades que le confieran las leyes, y, en su defecto, de las que le da el Derecho de gentes, para defender los derechos de la Nación o reprimir el alzamiento…. El Gobierno declarará restablecido el orden público luego que haya cesado la perturbación o el peligro exterior; y pasará al Congreso una exposición motivada de sus providencias. Serán responsables cualesquiera autoridades por los abusos que hubieren cometido en el ejercicio de facultades extraordinarias.” [1] La pregunta aquí es ¿qué era considerado abuso en la guerra? ¿El DIH o el IUS AD BELLUM? No creo que eso estuviera de moda en Colombia en aquellos años, y en consecuencia no cabe juzgar el pasado con los  parámetros ideológicos del presente.    

Hoy, 19 años después de la Constitución y 25 años desde el holocausto del Palacio de Justicia, a pocos se les ocurriría tomar por probable que la Guerrilla se tome el poder en Colombia. Hoy, la constitución borró el estado de Sitio y lo reemplazó por los estados de excepción, cuya lógica es completamente distinta.  Hoy, incluso hay quienes sostienen que no hay conflicto armado. Hoy, los enemigos del Estado no gozan de la popularidad, de la que sí gozaban el M-19 y los otros movimientos revolucionarios antes de 1991. Hoy, las circunstancias son radicalmente distintas, al punto que estamos volcando miradas como ciudadanía, hacia problemas como la corrupción que se han tratado a lo largo de la historia pero que hoy se señala como el principal enemigo, pero que es menos grave que la guerra en la medida en que no comprometen directamente la vida. Pensamos, esto es un indicio que demuestra la consolidación histórica de nuestra Democracia, si bien no en un estadio ideal, sí estamos mucho mejor que cuando arrancamos como República.   

 En este trasegar hemos abierto heridas y cerrado caminos, nos hemos reconocido primero como demócratas, segundo como colombianos, tercero como ciudadanos, cuarto como bipartidistas, y finalmente como demócratas plurales y ahora regionales, donde reconocemos a nuestros adversarios políticos como amigos más que como enemigos. Estas son a mi entender las grandes victorias de la Democracia colombiana, y debo decir que se dieron principalmente en el perdón y la reconciliación, no personales sino colectivos, sobre la sangre y los huesos de nuestros familiares y amigos muertos, cerrando capítulos y abriendo nuevos portentos para el país.

Uno de esos capítulos, como hemos dicho antes, estuvo marcado por el holocausto del Palacio de Justicia, y no nos corresponde a nosotros juzgar lo decidido por nuestros Padres y abuelos, y en todo caso, debemos respetarlo, pues sería sumamente injusto sentenciarlos desde las circunstancias que hoy nos permiten interpretar la Democracia de forma distinta a la que ellos vivieron.

Es pues, que considero que las sentencias condenatorias después de 25 años contra quienes vivieron este holocausto, cuestiona directamente las bases de un proceso de paz que a pesar de todas sus manchas nos ha permitido que personas que otrora disparaban contra la institucionalidad hoy la enriquezcan. Así, la dicotomía es clara y evidente, perdón para algunos y castigo para otros, aunque aún me niegue a aceptar la culpabilidad del Coronel Plazas sin haber leído y estudiado en detalle las pruebas en el proceso.

Esta dicotomía, a mi entender envía un mensaje directo a la conciencia del país: Es preferible ser guerrillero que Militar o Presidente, es preferible ir contra la institucionalidad que apostarle a trabajar desde ella, esto por la tolerancia contra aquellos y la persecución institucional contra estos. Por este camino le allanamos el retorno de las armas al Capitolio.

Pero esta contradicción teleológica, que bien podría ser objeto de revisión en manos de la Corte Constitucional, se puede solucionar de dos formas fundamentales: Por un lado, como exigía un hermano de una de las “desaparecidas”, levantar la amnistía otorgada a los miembros del M-19 y entonces perderíamos a varios de los principales contradictores del gobierno, ó, como propone el Presidente Uribe, dar trámite a una nueva ley de amnistía para los militares, pero entonces estaríamos indirectamente reconociendo la responsabilidad de los militares en ese hecho, sin que haya sido plenamente probada en Sentencia ejecutoriada.

El reto es, por un lado proteger la institucionalidad de todas las ramas del poder público para que siga siendo el camino a transitar, y  reparar a los familiares de todas las víctimas, no solo las “desaparecidas”, y por el otro, lograr que la experiencia de la violencia vivida, deje huella de repudio total a la barbarie en la conciencia de la Nación. Así, me atrevo a plantear la siguiente propuesta, esperando de usted mi querido lector, las sabias críticas que las circunstancias y el país exigen:

1º Los procesos judiciales relacionados con el palacio de justicia, con todas sus pruebas deben ser publicados en la Web, a fin que todos los ciudadanos podamos estudiarlos y formarnos una opinión histórica sobre los hechos.

2º Debe tramitarse ante el Congreso una ley de perdón y punto final para todos los actores implicados en ese hecho. Esta propuesta debe ser revisada en detalle de manera que no entre en conflicto con lo dispuesto en el Estatuto de Roma o cualquier otro tratado internacional.

3º Debemos disponer de una partida presupuestal razonable para los familiares de las víctimas civiles muertas y/o desaparecidas ese día, privilegiando la reparación por encima de la venganza. Estos recursos pueden destinarse tanto a indemnización económica como a la reparación simbólica (monumentos en honor a las victimas), esto último lo consideraría de mayor impacto en la conciencia del país. Y,

4o Crear el gran museo de la violencia, y abrir sedes en todo el país, pensamos en algo similar a los campos de concentración en Polonia. Esto debe construirse con recursos públicos y participación de todos los actores, víctimas y victimarios, medios de comunicación y demás personas que tengan videos, fotos, pruebas que hagan recordar la barbarie de la violencia en nuestro país.


[1] Artículo 121 Constitución 1886.

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